Muchas cosas han cambiado desde Andy Warhol tuvo que abandonar la iconografía del cómic, de la que se había apropiado un tal Liechtenstein, y enfiló hacia el supermercado en busca de inspiración. Desde entonces, la asociación de artistas y empresas ha pasado de ser una celebración naïf de las bondades de la cultura de masas a la crítica radical al poder de las corporaciones, fenómeno que vivió su máximo esplendor en los 90, para acabar convirtiéndose en los últimos tiempos en un matrimonio de conveniencia al que ya muy pocos se resisten.
En los últimos años, el goteo de noticias sobre alianzas estratégicas entre multinacionales y artistas no ha cesado en los medios de comunicación. Desde las mencionadas y pioneras exposiciones de street art auspiciadas por marcas hasta la reciente incorporación de las grandes estrellas de la creación contemporánea.
Hace un par de años vivimos un extraño fenómeno de crossover entre marcas deportivas y grandes franquicias que se dejaban guiar por grandes diseñadores (Umbro por Kim Jones, Adidas por Yamamoto y Stella McCartney). Poco después, fueron las celebrities las que tomaron el relevo (Madonna, Kylie, Kate Moss...). Así, en esta espiral de glamour y exclusividad para las masas, la evolución lógica era que los artistas, más elitistas e inaccesibles, entraran en juego. En definitiva, la moda es ahora una ensalada de nombres procedentes de las más variadas disciplinas donde parece que cualquiera puede diseñar.
Las marcas de lujo tradicionales tienen un largo historial de colaboración con artistas. Desde la llegada de Marc Jacobs a Louis Vuitton, han desfilado por la firma todo tipo de creadores “invitados” que han reinterpretado la imitada lona monogram, el popular tejido marrón con las iniciales. Además, en los últimos años, han diseñado sus escaparates navideños creadores de enjundia y con talento fuera de toda duda como Robert Wilson o Olafur Eliasson.
De la mano de Jacobs, esta vez para su propia firma, también pudimos ver también a Cindy Sherman protagonizar una campaña publicitaria donde la artista norteamericana posaba (encarnando a diferentes personajes, a la manera de sus autorretratos) para el fotógrafo alemán Juergen Teller). Por citar algunos ejemplos de los muchos artistas que se han puesto a sueldo de la industria del lujo en los últimos tiempos.
Pero estas extrañas alianzas se están abriendo paso desde la boutique de la parte alta al centro comercial. Así, Stella Vine, nueva enfant terrible del arte británico (que ha pintado a estrellas mediáticas como Lady Di o Pete Doherty) tiene su propia línea de ropa en TopShop que, casualmente, cuelga en estas fechas junto a la colección de Kate Moss.
En el discurso de Sebastien Agneessens, director creativo de la agencia Formavisión, asoman las palabras mágicas de la publicidad: emocional, no intrusivo o experiencia. “Con los cambios que ha propiciado Internet, el público ya ni se fía de los medios ni tolera la publicidad tradicional. Las marcas deben encontrar nuevas fórmulas que conecten a un nivel más profundo y personal”, advierte.
Es evidente que los artistas de graffiti abrieron la veda para estas colaboraciones. Muchos dejaron de empuñar el spray contra las corporaciones para ponerse a su servicio. Según el artista francés WK Interact: “Las nuevas generaciones tienen una idea distinta de lo que es ‘comprar arte’.
Prefieren adquirir cosas que puedan llevar y su presupuesto va a estos artículos más que a pinturas o fotografías. Las marcas lo saben y les ofrecen productos que contienen ambos valores”. El propio Agneessens señala el street wear como origen de esta nueva ola: “Ellos eran los artistas más cercanos a su estética y filosofía, así que era una alianza natural”, explica.
Vía Público
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